jueves, 16 de septiembre de 2010

Audrey.

La vida de Audrey se asemeja cada vez más a una novela de Edgar Allan Poe. Se limita a vivirla apáticamente, como si atascarse en la monotonía fuera un buen modo de pasar sin pena ni gloria la existencia. Se despierta, llena su taza de Ringo Starr con leche y chocolate -jamás ha soportado el café- y, tras beberla, se viste a desgana para marchar hacia la tienda de discos donde trabaja. Antes de coger las llaves, comprueba todas las luces, y acaricia dulcemente a Kafka, su gato. Él es quien le hace compañía desde que Emma se fue de Barcelona, dejando una habitación vacía y un surco gigante en la rutina de Audrey. Hoy le toca turno de mañana, quizás más relajado, si no fuese por el detalle de que es sábado en pleno centro de la ciudad. Cuando se acerca el mediodía, el trajín de personas prácticamente ha desaparecido. Pero es entonces cuando entra un chico de ojos grises, pelo claro a media melena, unas gafas dignas del mismísimo Buddy Holly, pantalones estrechos y una camiseta de Los Ramones. Las comisuras de la chica se disparan, dejando entrever su perfecta dentadura. Como si le leyese la mente, el chico le pregunta su nombre y la procedencia de éste, añadiendo que se llama Joel. Ella contesta que su padre era fanático de la bellísima Hepburn y su madre estuvo de acuerdo a la hora de ponérselo. Joel tiene una mirada limpia, eso a ella le fascina. Ninguno de los dos tiene nada que hacer al mediodía, y prácticamente huyen a un restaurante cercano a la calle Tallers, un antro alumbrado por la mezquina luz de una bombilla de pocos vatios. Jamás habría concebido confiar en alguien que acabase de conocer, y ese chico ha roto de una patada los muros que confeccionaban su pequeño mundo gris, donde no tenía que demostrarse a sí misma que todavía se puede esperar algo de la humanidad. Muy en el fondo odia esa sensación. Consideraba que le iba bien siendo independiente, y sentirse Lois Lane en manos de Superman no es algo de su agrado. Aún así, deja a un lado sus minúsculas manías y disfruta del tiempo que pasa con él, andando por las antiguas callejuelas de la ciudad y compartiendo con Joel su gran pasión: la música de los 50, 60 y 70, el auge del rock. Él le explica que toca la guitarra, y confiesa que se acercó a ella por su enorme parecido con Joan Jett, cantante de Las Runaways, a lo que ella ríe haciendo resonar sus carcajadas, mientras piensa interiormente que si se había fijado en él es por su semejanza física con James Dean. Mira la hora, y en lugar de pensar si es tarde, se da cuenta de que su vida ha cambiado, que Emma solo fue un escalón más. No se preocupa por cómo acabara esa extraña amistad. Sólo podemos conocer el final del libro leyéndolo entero.

Sadie
PD: Por una vez, un texto absolutamente ajeno al Knickers. No es exageradamente bueno, pero disfruté como una enana escribiendolo.

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